José María Pou ha interpretado durante toda su carrera a grandes personajes como el rey Lear, Cicerón, Sócrates o Falstaff. Ahora despliega todo su bagaje profesional para llevar a escena a un hombre normal, testarudo, culto e ingenioso, de 76 años, cuya mente empieza a fallar y, por tanto, empieza a confundir a las personas, a distorsionar la realidad. 

-En la presentación de esta función se dice que: “Andrés es un hombre de 76 años, culto, socarrón, frágil y tozudo que está perdiendo la memoria. Pero se resiste a aceptar ningún tipo de ayuda y rechaza a todos los cuidadores que su hija Ana intenta contratar…” ¿Qué añadirías sobre la personalidad de tu personaje?

Es un hombre desconcertado y desconcertante, que no entiende nada de lo que le pasa. Esto hace que le veamos irritado y violento en algunos momentos,  pero también tierno y entrañable en otros. En cualquier caso, desvalido y vulnerable casi siempre. Como él mismo verbaliza: “Y es que, al final, uno ya no sabe dónde tiene la cabeza.”

-Josep María Mestres (el director de la función) comenta que: “Estamos en la mente del padre. Y en su corazón. En la función el público podrá meterse en el mundo de Andrés para sentir lo que él siente. Aquello que le pasa a Andrés también nos pasa a nosotros.” ¿Qué puedes comentarnos al respecto?

El autor, en un alarde de construcción dramática, consigue que el espectador sienta como propias la confusión, el desconcierto y hasta la angustia del protagonista. También sus miedos. Se mezclan y confunden personajes, espacios, tiempos, situaciones… Podríamos decir que la función transcurre en ese espacio desconocido que es, todavía, el cerebro humano. El de Andrés pero, también, el de cada espectador en su butaca.

-Esta obra habla también de los cuidadores y de las personas que están alrededor del enfermo. Y de las relaciones que se crean entre ellos. Pero, sobre todo, de emociones… Según tu opinión, ¿Cuáles son las principales emociones que se abordan?

El protagonista de la historia no es sólo Andrés sino todos los que están a su alrededor: su hija, su yerno, las enfermeras, los celadores… Se genera una gran empatía con los cuidadores que viven y sufren, de manera muy directa, los rigores de la enfermedad. La relación del padre con su hija dibuja un amplio mapa de emociones. Siempre pendientes el uno del otro. Siempre en estado de alerta. Es como transitar por un campo de minas. Un viaje en el que se reconocen la mayoría de los espectadores.

-También comenta Mestres que esta función está llena de momentos hilarantes y algo kafkianos. ¿Estás de acuerdo?. ¿Dónde reside el humor de esta función?

Sí. Hay momentos hilarantes y kafkianos, pero también tiernos, extraños, imprevistos. El humor surge cuando menos te lo esperas. Algunas reacciones y comportamientos de Andrés son tan sorprendentes que te llevan de la risa al llanto y viceversa en décimas de segundo.

-En 57 años de trayectoria profesional, has interpretado a grandes hombres de la Historia y de la Literatura Universal como El Rey Lear, Alfonso XIII, Cicerón, Sócrates o Falstaff, entre otros muchos personajes. ¿Cómo te sientes al interpretar a un hombre normal y corriente que se pasa casi toda la función vestido con un pijama?

Indefenso. Vulnerable. Muy expuesto. Casi desnudo. Y mucho más cerca del público que nunca. Es una sensación que no había experimentado desde que hice aquel arquitecto de “La cabra”, que era otro hombre en estado de extrema vulnerabilidad. O desde que en “A cielo abierto” interpreté a un hombre que parecía estar en carne viva por culpa del amor mal entendido. He interpretado muchos “grandes” personajes, que requerían de un mayor trabajo externo,  de amplia gestualidad, vestuario de época, lenguaje alambicado… Cosas que, en definitiva, te permitían guarecerte un poco bajo la máscara, protegerte bajo el disfraz. No es el caso de este padre, que no tiene miedo a mostrarse tal cual, sin dobleces, a corazón abierto. Es arriesgado, pero muy gratificante.

-Lleváis de gira unos meses con esta obra. ¿Qué crees que te está aportando este personaje a ti como actor?

La satisfacción de estar contando una historia necesaria. Y la constatación, una vez más, de que público y actor deben trabajar al unísono, estar en sintonía. Si los espectadores supieran hasta que punto alimentan nuestro trabajo, se asustarían, estoy seguro. En el escenario me emocionan las angustias y peripecias del personaje, por supuesto, pero me emociona muchísimo más la atención que me llega, minuto a minuto, desde el patio de butacas. 

-¿Te has podido resistir o no a ver y “sacar alguna inspiración” de la versión cinematográfica que protagonizó  Anthony Hopkins y que dirigió Florian Zeller?

Vi la película en su día. Como vi también el montaje teatral que se hizo en España hace ya unos años. Aplaudí entonces el gran trabajo de Héctor Alterio. Así también el de Hopkins. Y en ambos casos pensé: “¡Qué maravilla de personaje. Como me gustaría hincarle el diente!”. Y en eso estamos.

-Completa esta frase: “Ser actor teatral no es un oficio. Es…”

Una plataforma privilegiada desde la cual mirar a tu alrededor e intentar descifrar todos los enigmas.

-Después de tantos años de carrera profesional, ¿qué es lo más importante que has aprendido desde los escenarios?

No lo sé. Me habré perfeccionado en el oficio, supongo. Pero tengo claras dos cosas: una, que es ahí donde quiero estar; y otra, que si estoy ahí es para servir al público, nunca para servirme a mi mismo.

-¿Se cansa uno de recibir premios y halagos profesionales o siempre son bien recibidos? ¿Echas en falta algún premio que te gustaría recibir?

Los premios gustan, claro. Sobre todo cuando estás empezando. Son como las señales de las autopistas, que te indican que vas por el camino correcto. Con los años, aprendes a relativizar su importancia. El mayor premio es tener la aprobación, la confianza y el respeto del público. No pido más.

Una emocionante pieza que también llevan a escena Cecilia Solaguren, Alberto Iglesias, Elvira Cuadrupani, Jorge Kent y Lara Grube.